La matanza del cerdo. El desangrado (foto cogida de internet. Autor desconocido). A raíz de la tertulia que semanalmente
se tiene los sábados en el Canal Extremadura Radio, programa GenteCorriente, dirigido por Javier
Llanos y conducido por Raquel Bazo, tertulia en la
que participo habitualmente y en la cual en esta ocasión -el sábado 1 de
febrero- hemos hablado de la matanza del cerdo en Extremadura, así que voy a
escribir esta crónica sobre esa tradición milenaria y en especial sobre mis
recuerdos sobre ese tema. |
Ya he escrito en varias ocasiones en este blog sobre mis vivencias en Proserpina, pequeña estación de ferrocarril, situada en la línea de Aljucén a Cáceres, a unos 15 Km de Mérida. Esta vez me voy a centrar sobre todo lo que rodea al día de la matanza del cerdo y lo que suponía de acontecimiento familiar, casi siempre de alegría, e incluso de fiesta.
La historia de la matanza del cerdo está ligada
a la del ser humano desde hace ya millones de años, desde que se domesticó al
jabalí, hace más de 5000 años. Se tienen pruebas de que ya los pueblos
celtas realizaban esta práctica, aunque no se pueda concretar exactamente
su origen.
En España, se cree que los fenicios
introdujeron los primeros cerdos que se mezclaron con los jabalíes que
ya existían en el norte, dando lugar a la raza celta, y en la parte central y
sur de la península, dieron lugar a las razas ibéricas.
La matanza del cerdo en todos los casos tenía
una misma finalidad, que era abastecer a la familia, sobre todo en el
medio rural, de carne con la que pasaban todo el invierno. Al ser alimentos ricos
en grasas y proteínas, proporcionaban una buena base para poder tener una alimentación
lo suficientemente buena para que el invierno no fuese tan duro.
En general, la matanza del cerdo, siempre tuvo
un carácter festivo, de alegría. Se reunía a todos los familiares y se
invitaba a vecinos y amigos a echar una mano, ya que el proceso debía ser
rápido y había mucho trabajo, por lo que se necesitaban muchas manos para
realizarlo en el menor tiempo posible.
Mis recuerdos personales se remontan a los años
50 del siglo pasado. Yo tendría entre 8 y 12 años, así que lo veía todo con esa
inocencia infantil que hace ver todo de color de rosa. En fin, vamos al grano: La matanza se hacía en pleno invierno, en los
meses de diciembre o enero y lo primero que recuerdo era la llegada de
familiares y amigos más íntimos la tarde anterior al gran acontecimiento del día
siguiente para comenzar y adelantar las faenas necesarias del evento. Mi abuela
y mis primas Nieves e Inés, nunca faltaban.
Esa tarde y el mismo día de la matanza era una fiesta. Currando sí, pero a su vez divirtiéndonos. Los problemas surgían por la noche, a la hora de acostarnos, pues éramos muchos para las pocas camas que teníamos. La mayoría dormían en unos colchones que se tendían en el suelo de las habitaciones de la casa. Una casa pequeña, hecha de ladrillo de adobe, de unos 60 metros cuadrados, con un par de habitaciones, sin luz eléctrica ni agua corriente y los WC eran todo el amplio campo de encinas del entorno de la vivienda.
Aun de noche, pero ya de madrugada, nos alumbrábamos con quinques de aceite y con lámparas de carburo, ya que no teníamos luz eléctrica. Eso dentro de la casa. Fuera, se encendía una gran fogata que servía de luz para dar comienzo a la matanza, siempre realizada por un matarife “profesional”, que según recuerdo hacía que el animal sufriera lo menos posible, cuando el matarife acertaba a la primera. Cuando no acertaba o se ponía nervioso, los gritos de dolor del cerdo eran estremecedores. No gruñían, chillaban. Yo era raro el año que no lloraba a lagrima viva al escuchar sus gemidos.
Aunque en general mis recuerdos eran de fiesta
y alegría, reconozco que en mi casa la matanza era un
medio de subsistencia, una necesidad, para que durante prácticamente todo el
año nos abasteceríamos de alguno de los productos del cerdo. Siempre hacíamos, mondongo,
morcilla patatera, chorizo rojo y blanco, huesos y sobre todo tocino, mucho
tocino. Jamones y lomos no hacíamos pues esos eran artículos de lujo. Su carne
la utilizábamos para hacer los mejores chorizos.
Con mi prima Inés, en el pueblo de Esparragalejo, años 50 del siglo pasado. (Fotografía archivo personal) |
Todos los miembros de la familia,
desde los abuelos, primas y hasta los más pequeños, ayudaban y aportaban en la
medida de lo posible para que todo saliera perfectamente. Desde pelar ajos a
encender la fogata. Mi labor de cuando yo tenía 12 o 13 años, era ir en bicicleta,
con mi hermano, al pueblo de Esparragalejo con una pieza del cerdo para que el
veterinario nos diese el Vº.Bº, para su consumo. Creo que llevamos un trocito
de lengua o entraña.
Durante el año criábamos y engordábamos
dos cochinos, casi siempre encerrados en la zahúrda, de los cuales sacrificábamos
uno de ellos. El otro lo vendíamos ya engordado y lo que nos pagaban nos servía
para los gastos de la matanza y para que, en febrero o marzo del año siguiente,
comprar un par de gorrinos ya grandecitos. Entre 10 y 15 kg de peso.
Por cierto, recuerdo con absoluta
nitidez, que cuando íbamos mi padre y yo montados en un asno al pueblo a
comprarlos, a la vuelta mi padre iba andando y los cerditos en una parte del serón
y yo en el otro lado. Como contrapeso mi padre metía unas piedras en uno de los
huecos del serón, para compensar mi peso y el de los gorrinos. En alguna
ocasión rodábamos por los suelos los lechoncitos y yo, al resbalarse el serón
para uno de los lados.
Burro con serón (fotografía cogida de internet. Autor desconocido) |
En fin, estos son retazos de mis recuerdos personales
de la matanza del cerdo, pero no quisiera terminar sin el deseo que esta tradición
milenaria perdure, aunque sea como atractivo turístico en los muchos pueblos
extremeños que sus familias pudieron subsistir gracias a esas matanzas que he
comentado. Merece la pena recordar también estas historias.
Francisco Naranjo Llanos, director Fundación
Abogados de Atocha (2013/2024) y sindicalista de CCOO.
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