Abuela Catalina, mi madre, con mi padre, aun novios, en los años 30 del siglo pasado |
La primera que despierta
Y la última que apaga
Siempre cansada y alerta
Cuida a todos en la casa
(Canción "La primera que despierta" de Ismael Serrano)
El 9 de agosto de
1985 murió mi madre. Para mí era aún muy joven. Falleció
con solo 69 años de edad. Abuela Catalina, como le decían sus nietos había
nacido el 29 de noviembre de 1915 en un pequeño y blanco pueblo de Extremadura,
Esparragalejo,
y
murió de una hemorragia o ictus cerebral, un caluroso día del mes de
agosto de en Mérida (Badajoz).
Se había levantado esa mañana
de agosto con mareos, mareos que no pudo superar y se desvaneció en brazos de
mi padre que inmediatamente la llevo al hospital de Merida y de allí hacia
Sevilla en una ambulancia pues en el hospital extremeño no podían hacer nada
por ella, por no tener los utensilios médicos necesarios. A la capital andaluza
nunca llego viva, según me contaba, una y otra vez, destrozado y llorando, mi
padre, a los pocos días del fallecimiento de mi madre.
Catalina, que por cierto no
era su nombre real, pues en su partida de nacimiento figuraba como María
Saturnina, era la más pequeña de las mujeres de la familia. Tenía dos
hermanos, Nolasco y Sebastián y dos hermanas mayores Rosario y Petra. Mi padre
se enteró que mi madre se llamaba María Saturnina y no Catalina cuando en el
juzgado y la iglesia tuvo que arreglar el papeleo para casarse.
Siempre recuerdo a mi madre
con vestidos negros o azul marino, pues perpetuamente llevaba luto o vestía de
azul marino, supongo que por alguna promesa religiosa. Siempre haciendo cosas
en la cocina, muy seria y excesivamente obediente con mi padre.
Como es natural de cuando eres
niño se te quedan muchas cosas en tu mente. Con el tiempo se te olvidan algunas
y otras nunca las olvidas. Recuerdo perfectamente, por ejemplo, cuando salíamos
mi hermano Juan y yo de caza por los alrededores de la estación de ferrocarril
de Proserpina, donde vivíamos, con el ánimo de cazar algo que nos sirviera de
merienda, o cena, una paloma, una perdiz, un conejo, etc. Nuestras armas eran
un tirachinas y un picho de hierro para ahondar en los agujeros.
En algunas ocasiones no
conseguíamos ninguna de esas piezas de caza y nos teníamos que conformar con la
captura de un simple lagarto, que dicho sea de paso por aquel entonces su caza
no estaba prohibida. El problema del lagarto era cocinarlo, pues si a mi
madre se lo llevamos sin preparar no había merienda, encima del susto que le
dábamos con un bicho tan feo como es el lagarto.
Así que no nos quedaba otro
remedio que pasarnos por un río que teníamos cerca para despellejarlo y
quedarlo como un conejo pequeño. Por cierto, que bien fritito estaba
riquísimo. El sabor y la textura de su carne se encuentra en el
intermedio de la rana y el conejo.
Respecto a la comida tendría
muchas cosas que contar de aquella época, pero termino con esta: recuerdo
como que, durante muchos días, prácticamente la mitad de cada mes, con la
comida de medio día: cocido de garbanzos, teníamos para el almuerzo, la
cena y el desayuno. Es decir, garbanzos en el almuerzo, sopas de garbanzos por
la noche y el tocino para las tostadas del desayuno. Un día sí y otro también.
Saliéndonos de las comidas, entre
otras cosas me acuerdo, de cuando tenía unos 10 años, en una ocasión fuimos con
mi padre a un Cortijo -El Chaparral, creo se llamaba- a varios kilómetros de
donde vivíamos y teníamos que atravesar el río. En la ida no hubo problema,
pasamos por unas grandes pasarelas de piedra para pasar el cauce del río. Pero
a la vuelta después de tirarse casi todo el día lloviendo y ya oscurecido no
encontramos las pasarelas pues estarían cubiertas por la crecida del agua del
río.
El caso era que otro posible
paso de puente o pasarelas estaba a varios kilómetros de distancia, así que mi
padre, ni corto ni perezoso, al que también le había afectado el líquido, pero
en su caso no solo de agua, decidió cruzar el río al margen de pasarelas y con
nosotros -mi hermano y yo- a hombros y así pasamos su cauce con la consiguiente
inseguridad y mojadura que aquello nos produjo. Como es lógico llegamos como una
sopa y muertos de frío a nuestra casa, pues esto que cuento sucedió en
invierno.
Mi madre en lugar de echarnos
la bronca, cuestión que teníamos bien merecida por llegar tarde y mojados, en
el caso de mi padre por fuera, pero también por dentro, sin un solo reproche
corrió solicita a ponernos ropa seca y a que nos calentáramos en la lumbre que
ella tenía estupendamente preparada. Esta historia, real como la vida misma, es
de las que se te quedan en la memoria para toda la vida.
Años después y cuando ya vivíamos
en Mérida, -en Proserpina vivimos hasta que yo tuve 13 años- recuerdo cuando
íbamos de visita a Esparragalejo a ver a la familia, sobre todo a ver a sus
hermanas, mi madre que era muy aficionada a tener macetas en la casa,
especialmente geranios, cuando ya nos íbamos a venir de vuelta a casa, las
hermanas le decían: A ver Catalina, que nos has quitado hoy, que
llevas ahí, que estas escondiendo en las manos...
Ella decía que nada, pero la verdad es que llevaba esquejes de geranios que había quitado de las macetas de un patio lleno de plantas que había en casa de mi tía Ramona. El motivo no era otro que al parecer según la versión popular los esquejes robados agarran mejor que los regalados. Así era de ingenua mi madre.
Mi madre, "Abuela Catalina" y mi padre "Abuelo Pepe", con mis hijos Mario y Paco, en 1976. |
Catalina, mi madre, como mujer que había pasado los años del hambre, década de los 40 del siglo pasado, cuando pudo -ya en los años 70- no escatimaba en comida y mis hijos, sus nietos, lo que más recuerdan de ella era, que cuando íbamos a su casa a pasar unos días, su obsesión es que no faltara de nada a la hora de comer. Jamón, chorizo, queso, salchichón, huevos fritos, tortillas, pollo, ensaladas de tomates y pimientos, etc etc. Eso sí, regado todo con mucho aceite de oliva. Daba igual lo que nos pusiera, el aceite de oliva siempre era de las cosas que no podía faltar en la mesa. En fin, cosas veredes
Yo apenas pude decirle adiós, ni siquiera el día de su entierro. Cuando ella se puso enferma y seguidamente en el mismo día murió, me encontraba de vacaciones por la zona de Portugal con mis hijos y mi mujer y como en aquellas fechas no había teléfonos móviles, solo fijos y además estábamos por distintos campings no dieron con nosotros, a pesar de haber puesto incluso algunos avisos por radio, que tampoco escuchamos.
El día que volvimos a Mérida desde Portugal, llegamos a casa de mi suegra, nos abrió un chaval amigo de mi cuñado y al preguntar por ella contesto que no estaba en casa porque justo en esos momentos estaba asistiendo al entierro de mi madre. Así me entere de su muerte. Cuando llegamos al cementerio ya estaban cerrando su tumba.
En fin, después de tantos años de su fallecimiento, recuerdo a mi madre como una gran persona, quizás en la distancia, excesivamente dependiente de mi padre y de su familia. Recuerdo su cara un poco seria y triste, a mí siempre me pareció triste, con sus vestidos oscuros y su gran pelo negro y moño, siempre con su moño...
Descansa en paz Abuela Catalina y estés donde estés recuerda que toda tu familia y amigos te sigue echando de menos y como dice la escritora Isabel Allende en “Eva Luna”: “La muerte no existe, la gente sólo muere cuando la olvidan; si puedes recordarme, siempre estaré contigo”, pues ya sabes mama, aquí estamos aún muchas personas de tu familia y amigos para seguir recordándote.
Francisco Naranjo Llanos, Director Fundación Abogados de Atocha y sindicalista de CCOO.
Este articulo de opinión tambien se puede leer en Madridiario.es
Mi querida abuela tan joven, nos dejaste con tu moño negro, el año anterior no fuimos parecía que nos esperabas porque fuimos y a los 15 días te fuis
ResponderEliminartes al cielo
Un triste recuerdo de una realidad imposible olvidarlo
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